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Santillana del Mar (Cantabria), 1879. Marcelino Sanz de Sautuola, ilustrado cántabro interesado por todas las cuestiones científicas de la época, junto con su hija, María, de 8 años, se disponen a visitar una cueva anexa a su finca. Era la segunda vez que el cántabro se disponía a entrar en la misteriosa cavidad; la primera para su hija. Mientras que él se quedó en la entrada, su hija, de menor estatura, puedo investigar más adentro hasta encontrar unas curiosas pinturas… ¡¡Mira, papá, bueyes!! (1). Marcelino corrió hacia su hija. La niña acababa de ver unos extraños dibujos de animales prehistóricos. Se acababa de descubrir la importancia de un sitio clave para el estudio de la Prehistoria, lo que se ha venido a considerar como una especie de Capilla Sixtina del arte rupestre. Pocos creyeron la veracidad de las pinturas, las primeras encontradas de esa época. Los franceses, a la cabeza en descubrimientos prehistóricos no concebían que en los múltiples hallazgos con los que contaban no se hallara nada parecido a lo que se encontró en Altamira. La respuesta que dieron ante la noticia fue clara: se trataba de una farsa que ese tal Marcelino había inventado: el hombre era un impostor. Los familiares del ilustre cántabro nos cuentan, lastimándose, que la frustración que esto provocó en él le hizo entrar en una profunda melancolía que, no demasiado tarde, le llevó a su muerte. Años más tarde, cuando se empezaron a descubrir las primeras cuevas francesas que contenían pinturas en el interior, nuestros vecinos galos aceptaron la autenticidad de Altamira escribiendo el profesor Cartailhac su famoso Mea culpa de un escéptico. Ya era demasiado tarde para dar disculparse ante Marcelino. Su hija se tuvo que conformar con recordar con tristeza a su difunto padre.
Santillana del Mar (Cantabria), 1879. Marcelino Sanz de Sautuola, ilustrado cántabro interesado por todas las cuestiones científicas de la época, junto con su hija, María, de 8 años, se disponen a visitar una cueva anexa a su finca. Era la segunda vez que el cántabro se disponía a entrar en la misteriosa cavidad; la primera para su hija. Mientras que él se quedó en la entrada, su hija, de menor estatura, puedo investigar más adentro hasta encontrar unas curiosas pinturas… ¡¡Mira, papá, bueyes!! (1). Marcelino corrió hacia su hija. La niña acababa de ver unos extraños dibujos de animales prehistóricos. Se acababa de descubrir la importancia de un sitio clave para el estudio de la Prehistoria, lo que se ha venido a considerar como una especie de Capilla Sixtina del arte rupestre. Pocos creyeron la veracidad de las pinturas, las primeras encontradas de esa época. Los franceses, a la cabeza en descubrimientos prehistóricos no concebían que en los múltiples hallazgos con los que contaban no se hallara nada parecido a lo que se encontró en Altamira. La respuesta que dieron ante la noticia fue clara: se trataba de una farsa que ese tal Marcelino había inventado: el hombre era un impostor. Los familiares del ilustre cántabro nos cuentan, lastimándose, que la frustración que esto provocó en él le hizo entrar en una profunda melancolía que, no demasiado tarde, le llevó a su muerte. Años más tarde, cuando se empezaron a descubrir las primeras cuevas francesas que contenían pinturas en el interior, nuestros vecinos galos aceptaron la autenticidad de Altamira escribiendo el profesor Cartailhac su famoso Mea culpa de un escéptico. Ya era demasiado tarde para dar disculparse ante Marcelino. Su hija se tuvo que conformar con recordar con tristeza a su difunto padre.
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(1) La más famosa frase de ¡¡Papá, papá, toros!! es una invención de algún autor extranjero. El buey era el animal por excelencia en esas tierras del norte (utilizado como animal de tiro) por lo que la familiaridad de las gentes con él era evidente, a diferencia del toro, solo reconocido para la lidia.
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Fuente: GARCÍA GUINEA, Miguel Ángel (2004): Altamira y otras cuevas de Cantabria, Madrid, Ed.Silex.
(1) La más famosa frase de ¡¡Papá, papá, toros!! es una invención de algún autor extranjero. El buey era el animal por excelencia en esas tierras del norte (utilizado como animal de tiro) por lo que la familiaridad de las gentes con él era evidente, a diferencia del toro, solo reconocido para la lidia.
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Fuente: GARCÍA GUINEA, Miguel Ángel (2004): Altamira y otras cuevas de Cantabria, Madrid, Ed.Silex.
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