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Juan VIII |
….por fin había logrado
llegar a lo más alto, a sentarse en la silla papal, y ver su sueño hecho
realidad. Atrás quedaba el recuerdo de ese fatídico día, en el que unos
malhechores acecharon la aldea donde vivía. En mitad del horror que los
invasores estaban provocando no dudó en huir, no sin antes tomar unas ropas que
le hicieran parecer más varonil, pues no dudaba de los peligros a los que se
exponía adentrándose en un bosque, hogar de forajidos, donde un aspecto
inocente le convertía en un blanco perfecto al que atacar. Desde su más tierna
infancia, Juan VIII, había destacado por
su singular ingenio, por ello, su padre, un famoso monje del lugar, no dudó en
cultivar su intelecto y enseñarle todo lo que sabía. Ya en Roma, su
inteligencia no pasó desapercibida a los ojos de aquellos que veían en ese
muchacho imberbe a todo un genio. Supo ganarse la confianza de las personas
adecuadas y conseguir, no sin trabajo, ser proclamado Papa.
Pasaban unos dos años
desde que el momento con el que tanto había soñado, ese que creía imposible, por fin se había hecho realidad. Ya eran casi
veinticuatro los meses que llevaba rigiendo los destinos de la cristiandad de
occidente y en los que había logrado mantener su más oscuro secreto a salvo.
Sin embargo, tenía miedo. Notaba que su cuerpo había cambiado en las últimas
semanas… y aún lo haría más en las siguientes. Pero su ánimo no flaqueó: si
Dios había querido que ocupara la silla de Pedro, aceptaría con resignación todos los reveses que la vida le mandase. Cada
vez le costaba más cumplir con sus obligaciones, pero ese día no podía
ausentarse, tenía que ir a esa procesión: media Roma esperaba verle bajo el
palio que le aliviaría del sofocante calor.
Sacó fuerzas de donde no las tenía y marchó con el resto del “cortejo”.
Cada vez sus dolores eran más fuertes, pero no podía decepcionar. Hoy no. La
gente le aclamaba, por ello intentaba disimular en su rostro su terrible
malestar… hasta que se derrumbó. Sus gritos obnubilaban a los que miraban
atónitos cómo, tirado en el suelo, se retorcía de dolor. Nadie sabía qué hacer,
cómo socórrele. Pronto sus alaridos cesaron y se comenzó a escuchar un fuerte
llanto que parecía venir del mismo lugar donde el Papa ahora descansaba,
gimiendo exhausto como si un gran esfuerzo acabara de hacer. El desconcierto de
sus acompañantes era cada vez mayor. Juan VIII ya no tenía escapatoria, no
valía la pena seguir negando su verdad, así, levantó su hábito y dejó ver a la
pequeña criatura que acababa de parir, cuyos pulmones todavía estaban
expandiéndose con un enérgico llanto que no cesaba, que en medio del espasmo de
la gente que lo veía unido mediante el sangrante cordón con su Santidad, zumbaba
como un sonido del diablo.
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A la quietud que provocó la sorpresa le siguió un
repentino enfurecimiento de esas gentes que frente a San Juan de Letrán no
podían creer la monstruosidad que acababan de presenciar. No había duda, la
maligna mano del demonio había intervenido para que esa atrocidad fuera real.
Poco tardaron en coger las piedras que había bajo sus pies y comenzar a
lanzarlas a esas dos criaturas monstruosas, y no cesaron hasta que las vieron
expirar, machadas por los golpes de un castigo que durante tanto tiempo Juan
VIII había tratado evitar, afanándose en conservar su secreto en la más
estricta intimidad… desde el momento en que huyó de su aldea vestida de hombre
para salvar su integridad, nadie se había percatado de que ese endeble cuerpo
que se escondía bajo esa holgada vestimenta eclesial, de que ese rostro
angelical no era de un preclaro varón, sino de una mujer con una inteligencia
excepcional que logró, durante años, salvar las barreras que le impedían llegar
a lo más alto en aquello que más le gustaba. Y lo consiguió, hasta que no supo
controlar una pasión que tanto tiempo llevaba reprimiendo y que sería el origen
de sus desgracias.
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Silla stercoraria |
Los cardenales, después
del escándalo, no dudaron en tomar medidas para que ninguna fémina osara jamás
volver a ocupar ese puesto. Así, desde ese momento, se obligó a cada futuro
Papa a sentarse, antes de ser nombrado, en una silla stercoraria, perforada en el asiento y usada desde la
Antigüedad por las parturientas. Sentado ahí,
un cardenal palparía al elegido mientras que el resto esperaba ansioso a
que se pronunciara un esperado “testiculum habet et bene pendebant”,
veredicto que ratificaría la virilidad del elegido. Muchos son los que dicen
que aún hoy se sigue usando para evitar que un intruso calce las sandalias de
Pedro, aunque esto quizás forme ya parte de otra leyenda [1]…
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[1] La historia que se cuenta no es otra que la de aquella
mujer que ha pasado a Historia con el nombre de PAPISA JUANA (s.IX). Al no tener datos de ella en los archivos
papales, muchos han pensado que su historia no es más que invención de la
Iglesia de Oriente para descalificar a la de Occidente, de hecho, se piensa que
la posible feminidad de Juan VIII fue una buena excusa para trazar la mentira. Sin
embargo, sólo disponemos de crónicas (varias de ellas contradictorias) de autores que vivieron varios siglos después
de que sucedieran los hechos para reconstruir este pasado (destacando las de
Juan de Mailly), oculto por un gran vacío en las fuentes eclesiásticas de esta
época que se empeñan en considerar estos hechos como una leyenda más de la que
han sido víctimas.
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