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Un frío día del noviembre de 1694 llegaba al mundo, en el seno de una parisina familia acomodada, François Marie Arouet.
Su lucha por la libertad y por los derechos humanos hicieron que pronto el pueblo se comenzara a interesar por él, pero, a pesar de que su importancia fue máxima en el siglo en el que le tocó vivir, su padre parecía no reconocer las magníficas dotes de su hijo como escritor y filósofo. Su hermano, Armand Arouet, no era mejor visto a los ojos de su progenitor, ya que su fanatismo religioso en el bando de los jansenistas (duramente perseguidos por la monarquía) hizo que el patriarca Arouet llegase a afirmar “Tengo dos locos por hijos, uno en prosa y el otro en verso”.
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Ya en su adolescencia, habiendo conseguido su primer éxito teatral, decidió cambiar su nombre para que no le confundieran con su alborotador hermano. Así, decidió adoptar un seudónimo que fuera el anagrama de AROUET L(E) J(EUNE) (“Arouet, el Joven”). El resultado, modificando la letra “U” por la “V”, y la “I” por la “J”, fue la palabra VOLTAIRE.
Sus obras conmocionaron a pueblo, pero también suscitaron una gran polémica, sobre todo en los sectores religiosos y conservadores. A pesar de ello, su maestría hizo que fuera recibido en numerosas Cortes extranjeras, donde se empapó de nuevos conocimientos. Tras esta agitada vida, se recluyó en el poblado de Ferney, donde residió largos años, haciendo el bien a toda la comunidad que allí residía, lo que le llevó a ser recordado, con agradecimiento, por su habitantes [1].
No se debe olvidar, a pesar de que es menos conocida, la faceta del francés como historiador. Voltaire tenía una concepción clara de lo que la Historia era: “Si uno pudiera tener la desgracia de meter en su cabeza la sucesión cronológica de todas las dinastías, sólo se aprendería palabras”, nos dice el propio filósofo. Así, para él, la Historia no se centraba en reyes y batallas, ni mucho menos. A él le interesaba el desarrollo de la cultura y la civilización, o, con sus palabras “el espíritu, las costumbres y los usos de la naciones”. No aceptaba el eurocentrismo, apoyó la percepción laica de los hechos… rompió, en definitiva, con todo lo que hasta el momento se venía haciendo en una Francia donde los historiadores temían atacar a su país, so pena de acabar recluidos en La Bastilla. Huyó de las arengas pomposas y se centró en buscar nuevas fuentes que le permitieran crear textos objetivos: creó una nueva manera de hacer Historia [2]. Sin embargo, no se debe olvidar que Voltaire tenía más de filósofo y poeta que de erudito, lo que llevó a sus adversarios -que no eran pocos- a alzarse contra sus escritos, al encontrar en ellos numerosos errores.
Sea como fuere, su magistral pluma y la popularidad que llegó a alcanzar gracias a ella, hicieron que el s.XVIII, por su “culpa”, fuera calificado como el “SIGLO DE VOLTAIRE”. Diez años más tarde de su fallecimiento, ocurrido en 1778, estallaba una revolución en nombre de los ideales que Voltaire había defendido…“El filósofo ha muerto, ¡viva el filósofo!”
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[1] Las buenas obras que Voltaire hizo en Ferney, tales como llevar el agua potable, construir un colegio, una fábrica de relojes, una iglesia, un castillo, prestar dinero sin cobrar intereses… hicieron que el pueblo, décadas más tarde de la muerte del filósofo, pasara a llamarse Ferney-Voltaire, nombre que sigue manteniendo en la actualidad.
[2] “Ni supongo, ni propongo: expongo” solía decir Voltaire, lo que marcaba una evidente diferencia con la manera de hacer Historia que se estaba haciendo. Esta ciencia, era vital para el francés, tanto que llegó a afirmar que “permite prevenir nuevas catástrofes” por lo que su análisis y estudio, para el futuro, era vital.
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Bibliografía:
*DOMÍNGUEZ,M.: “Voltaire: el filósofo que luchó contra la intolerancia”, Revista Historia National Geographic, nº68 (2009), pp.12-15.
*DOMÍNGUEZ,M.: “Voltaire: la Historia como progreso de la civilización”, Revista Historia National Geographic, nº59 (2009), pp.97-99
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