*[Mis curiosos]*

El poder de la publicidad

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Una propuesta del periodico portugués Folha de Sao Paulo que invita a reflexionar sobre la forma de hacer juicios históricos.

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"Testiculum habet et bene pendebant"

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Juan VIII
….por fin había logrado llegar a lo más alto, a sentarse en la silla papal, y ver su sueño hecho realidad. Atrás quedaba el recuerdo de ese fatídico día, en el que unos malhechores acecharon la aldea donde vivía. En mitad del horror que los invasores estaban provocando no dudó en huir, no sin antes tomar unas ropas que le hicieran parecer más varonil, pues no dudaba de los peligros a los que se exponía adentrándose en un bosque, hogar de forajidos, donde un aspecto inocente le convertía en un blanco perfecto al que atacar. Desde su más tierna infancia, Juan VIII,  había destacado por su singular ingenio, por ello, su padre, un famoso monje del lugar, no dudó en cultivar su intelecto y enseñarle todo lo que sabía. Ya en Roma, su inteligencia no pasó desapercibida a los ojos de aquellos que veían en ese muchacho imberbe a todo un genio. Supo ganarse la confianza de las personas adecuadas y conseguir, no sin trabajo, ser proclamado Papa.

Pasaban unos dos años desde que el momento con el que tanto había soñado, ese que creía imposible,  por fin se había hecho realidad. Ya eran casi veinticuatro los meses que llevaba rigiendo los destinos de la cristiandad de occidente y en los que había logrado mantener su más oscuro secreto a salvo. Sin embargo, tenía miedo. Notaba que su cuerpo había cambiado en las últimas semanas… y aún lo haría más en las siguientes. Pero su ánimo no flaqueó: si Dios había querido que ocupara la silla de Pedro, aceptaría con resignación  todos los reveses que la vida le mandase. Cada vez le costaba más cumplir con sus obligaciones, pero ese día no podía ausentarse, tenía que ir a esa procesión: media Roma esperaba verle bajo el palio que le aliviaría del sofocante calor.  Sacó fuerzas de donde no las tenía y marchó con el resto del “cortejo”. Cada vez sus dolores eran más fuertes, pero no podía decepcionar. Hoy no. La gente le aclamaba, por ello intentaba disimular en su rostro su terrible malestar… hasta que se derrumbó. Sus gritos obnubilaban a los que miraban atónitos cómo, tirado en el suelo, se retorcía de dolor. Nadie sabía qué hacer, cómo socórrele. Pronto sus alaridos cesaron y se comenzó a escuchar un fuerte llanto que parecía venir del mismo lugar donde el Papa ahora descansaba, gimiendo exhausto como si un gran esfuerzo acabara de hacer. El desconcierto de sus acompañantes era cada vez mayor. Juan VIII ya no tenía escapatoria, no valía la pena seguir negando su verdad, así, levantó su hábito y dejó ver a la pequeña criatura que acababa de parir, cuyos pulmones todavía estaban expandiéndose con un enérgico llanto que no cesaba, que en medio del espasmo de la gente que lo veía unido mediante el sangrante cordón con su Santidad, zumbaba como un sonido del diablo.

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A la quietud que provocó la sorpresa le siguió un repentino enfurecimiento de esas gentes que frente a San Juan de Letrán no podían creer la monstruosidad que acababan de presenciar. No había duda, la maligna mano del demonio había intervenido para que esa atrocidad fuera real. Poco tardaron en coger las piedras que había bajo sus pies y comenzar a lanzarlas a esas dos criaturas monstruosas, y no cesaron hasta que las vieron expirar, machadas por los golpes de un castigo que durante tanto tiempo Juan VIII había tratado evitar, afanándose en conservar su secreto en la más estricta intimidad… desde el momento en que huyó de su aldea vestida de hombre para salvar su integridad, nadie se había percatado de que ese endeble cuerpo que se escondía bajo esa holgada vestimenta eclesial, de que ese rostro angelical no era de un preclaro varón, sino de una mujer con una inteligencia excepcional que logró, durante años, salvar las barreras que le impedían llegar a lo más alto en aquello que más le gustaba. Y lo consiguió, hasta que no supo controlar una pasión que tanto tiempo llevaba reprimiendo y que sería el origen de sus desgracias.

Silla stercoraria
Los cardenales, después del escándalo, no dudaron en tomar medidas para que ninguna fémina osara jamás volver a ocupar ese puesto. Así, desde ese momento, se obligó a cada futuro Papa a sentarse, antes de ser nombrado, en una silla stercoraria, perforada en el asiento y usada desde la Antigüedad por las parturientas. Sentado ahí,  un cardenal palparía al elegido mientras que el resto esperaba ansioso a que se pronunciara un esperado “testiculum habet et bene pendebant”, veredicto que ratificaría la virilidad del elegido. Muchos son los que dicen que aún hoy se sigue usando para evitar que un intruso calce las sandalias de Pedro, aunque esto quizás forme ya parte de otra leyenda [1]
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[1] La historia que se cuenta no es otra que la de aquella mujer que ha pasado a Historia con el nombre de PAPISA JUANA (s.IX). Al no tener datos de ella en los archivos papales, muchos han pensado que su historia no es más que invención de la Iglesia de Oriente para descalificar a la de Occidente, de hecho, se piensa que la posible feminidad de Juan VIII fue una buena excusa para trazar la mentira. Sin embargo, sólo disponemos de crónicas (varias de ellas contradictorias)  de autores que vivieron varios siglos después de que sucedieran los hechos para reconstruir este pasado (destacando las de Juan de Mailly), oculto por un gran vacío en las fuentes eclesiásticas de esta época que se empeñan en considerar estos hechos como una leyenda más de la que han sido víctimas.
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